LINAJE
Árboles de los Andes, yo crecí con vosotros.
Mis brazos se alargaron como ramas sedientas
al inmenso horizonte.
El águila de Patmos, ¡oh gran libro volante!
me enseñó el evangelio de las rocas.
Yo vengo de un país anterior a Baalbek,
de un mundo sumergido en el Océano
hace muchos milenios.
He vivido cien mil domingos en la tierra
y he visto sobre el surco de las nubes
a los bueyes alados de Babilonia y Nínive.
Hoy regreso del fondo de los siglos.
Traigo en mi cráneo, cántaro de hueso,
toda la historia humana,
los ríos de la tierra disueltos en mi sangre
y todas las señales de la espada en mi cuerpo.
Mis ojos son los mismos
que vieron perecer las ciudades en llamas,
surgir nuevas naciones,
sembrar en las cenizas,
renovarse los bosques,
sin que turbe en nada el orden cósmico.
Gira el planeta mudo en su prisión azul,
y a la hora del ocaso cada día
el oro resplandece en los ríos del mundo.
Mi estirpe es del extremo de la tierra,
de la última península
donde el peñón sucumbe al asalto de espuma.
Todo se vuelve arena derramada.
Se borra toda huella.
Sólo queda una piedra de la ciudad sepulta
en medio de la selva.
La piedra guarda un viejo tesoro planetario
en su talega oscura.
Hombre de ojos antiguos,
veo de mi ventana
la Oceanía del cielo y las confusas
Islas del Paraíso,
mientras sube un satélite a la luna
como el fruto erizado de un castaño de oro.
Jorge Carrera Andrade