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EL CONDE DE VILLAMEDIANA
ROMANCE CUARTO
FINAL

En aquella galería,
Adornada de arabescos
Y follajes primorosos,
Con oro y esmaltes hechos,

Y cuya baranda rica
Daba hacia el jardín pequeño,
En que el caballo de bronce
Estuvo por largo tiempo,

Sin más luz que la, que esparce
La luna en mitad del cielo,
Esperando a alguien la Reina
Está turbada, y con miedo.

Del concurso de la danza
Y de la orquesta el estruendo ¡
Que los salones ocupa,
Oye resonar de lejos;

Y aunque sabe que notada
Ha de ser su ausencia presto,
Por dar al Conde un aviso
Atropella todo riesgo.

Siglos los instantes juzga
Con mortal desasosiego,
Y en el barandal dorado
Palpitante apoya el pecho.

Mira, al ecuestre coloso,
Inmóvil, obscuro, enhiesto,
Entre laureles y murtas,
Y tiembla ¡ infelice! al verlo.

Alza a la pálida luna
Los ojos de llanto llenos,
Y se extravía su mente,
Por precipicios horrendos.

Sin rumor y de puntillas,
Como fantasma o espectro,
En el corredor entróse
La parte obscura siguiendo,

Un hombre embozado: llega
Por detrás en gran silencio
A la Reina, que, de espaldas
Estando, no pudo verlo,

Y le tapa el noble rostro
Con dos manos como hielo;
pero delicadas manos
Que agita un temblor ligero.

Quién pudiera aproximarse
A dama de tal respeto,
Sino el amante dichoso
Con tan inocente juego?

Así lo pensó ella misma,
Pues aunque al primer momento
De sorpresa, lanzó un grito,
Pronto sobre sí volviendo:

«Déjame Conde —prorrumpe
Con dulces lánguidos ecos—;
No es esta ocasión de burlas,
Pues es de infortunios tiempo.

Déjame y escucha, Conde».
Libre la dejan en esto
Las manos que la cegaban,
Y se encuentra sola ¡cielos!

Con su marido, que arroja
Por los ojos rabia y fuego.
Queda la infeliz difunta;
Mas tienen el privilegio

Las hembras del disimulo,
Y en los críticos encuentros
Mucha mayor agudeza
Que el hombre de más ingenio.

Al oír que el Rey pregunta
Con voz como voz de infierno,
«Yo Conde?... ¿Yo?» En sí tornando
La Reina, responde presto:

«Sí, señor, de Barcelona...
Y se complace mi pecho
Con tal título, afirmado
Con vuestro poder y esfuerzo,

Después que habéis reprimido
La rebelión de aquel pueblo».
Quedó pasmado el Monarca.
«Discreta sois por extremo

Repuso, y tras pausa leve—,
Mas qué infortunio tenemos?
«Ya alentada la señora,
Pues siempre el paso primero

Es el trabajoso, dijo:
«No faltan, señor, por cierto;
Dígalo Flandes perdida,
Y de Nápoles los reinos,

«Donde un ambicioso intenta
Arrebatarnos el cetro;
Milán, donde la peste
Está tanto estrago haciendo,

«Y Portugal vacilante,
Do traidores encubiertos...»
Aquí atajóla Filipo
Con voz de lejano trueno.

«Basta, pues, basta, señora;
Sois francesa, bien lo veo;
Tenéis interés muy grande
En mi honor y en el del reino.

«Veréis que uno y otro al punto
Para aquietaros sostengo,
Y que lavaré con sangre
La mancha que advierta en ellos».

Calló, y una atroz mirada
Con el rostro descompuesto,
Que pareció más terrible
De la luna a los reflejos,

Clavó en la Reina; mirada
Que destrozó aguda el seno
De la infeliz, pues, temblando,
Cayó sin sentido al suelo.

        * * *

Como sin rumor ninguno
Vuela o se deshace un sueño,
Desapareció el Monarca ;
Fué a su cámara en silencio,

Tocó un silbato de oro,
Que tuvo mágico efecto,
Pues salió de los tapices,
Al silbato obedeciendo,

Por una encubierta entrada
Un humilde ballestero,
Cual espíritu maligno
Que al conjuro está sujeto.

Era el favorito oculto
Del Rey: ambos un momento
Hablaron con tal sigilo,
Que el labio apenas movieron.

Sólo al irse el confidente,
Se oyó decir al Rey esto:
«Asegura bien el golpe,
Y si has de vivir, secreto».

        * * *

Al sarao y a los salones
Tornó Filipo muy presto;
Aunque pálido el semblante,
Tranquilo y tal vez risueño,

Volvió a hablar al Conde-Duque,
El cual como astuto y diestro,
Que su señor encubría
Conoció cuidados nuevos.

Al cabo de corto rato
Anuncióse que en su lecho
La Reina indispuesta estaba,
Y se dió fin al festejo.

Sucedió al bullicio alegre,
Al son de los instrumentos
Y a la confusión festiva,
El más profundo silencio.

Los cortesanos al punto
Las actitudes y gestos
Dejaron de la alegría
Y tomaron los del duelo;

Y a vaciarse los salones
Comenzaron del inmenso
Concurso, que los llenaba
De galas, vapor y estruendo.

Villamediana, confuso,
De inquietud funesta lleno,
Al retirarse saluda
Al Monarca con. respeto,

Y éste con una sonrisa
Lo deja aterrado y yerto;
Mientras, afable, despide
A los otros palaciegos.

        * * *

De la desdichada Reina
La favorita, corriendo
Sale por las antesalas,
Busca al Conde sin aliento,

Penetra la muchedumbre,
Le hace señas desde lejos:
Al fin le alcanza, va a hablarle,
Un papel lleva encubierto:

Cuando se para y se hiela,
Al Rey de repente viendo:
Tal queda liebre cobarde
De la serpiente al aspecto.

El gran tropel que desciende
Las escaleras, violento
Arrastra a Villamediana,
Que va delirante y ciego.

Su carroza no parece...
En la de Orgaz toma puesto,
Y ambos Condes por las calles
(Que aun no estaban, cual las vemos,

Alumbradas con farolas)
Veloces van y en silencio.
Grita en una encrucijada
Una voz : ¡Conde.! El cochero

Para al punto los caballos;
Pregunta Orgaz desde dentro:
«¿A cuál de los dos?» De fuera
«Villamediana», dijeron.

Villamediana, al estribo,
Juzgando que es mensajero
De la Reina quien lo llama,
Sacó la cabeza, y pecho;

Y al punto se lo traspasa
Una daga de gran precio,
Con tal furor, que a la espalda
Asomó el agudo hierro.

Cayó el herido en el coche
Un mar de sangre vertiendo,
Y de su amigo en los brazos
Al instante quedó muerto.

autógrafo

Duque de Rivas


«El conde de Villamediana»

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