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EN LA MUERTE DE CARMEN

In æternum vale

¡Tanto esperar!... ¡tanto sufrir, y en vano!
¡Morir las ilusiones tan temprano!
¡Tanta oración perdida y tanto afán!
Así después de bárbaras fatigas,
Ve el labrador quebrarse sus espigas
Al soplo destructor del huracán!

¿Conque es verdad, Señor? ¿Después de tanto
Suspirar por un bien, en el quebranto
De mi lánguida y mísera niñez,
Cuando una dicha me aparece apenas,
De Tántalo al martirio me condenas
Y te enfureces contra mí otra vez?

¿Qué te he hecho yo, criatura desdichada
Que arrastro una existencia envenenada
Por el amargo filtro del dolor,
Para que tú, Dios grande omnipotente,
Así descargues en mi débil frente
Los golpes sin cesar de tu furor?

¿Mi delito es vivir? Tú lo quisiste.
¡Ay! Tú me has dado le existencia triste
Que me tortura y que me cansa ya,
Tú que otros seres al placer destinas,
Una corona dísteme de espinas
Que el corazón despedazando va.

Tal vez en vano en mi dolor le ruego;
Es el Acaso el que preside ciego
Del oscuro universo en el caos;
Él nos destina a bárbara existencia
Con implacable y fría indiferencia;
Es un fantasma la piedad de Dios!

Si blasfemo ¡perdón! En mi martiro
El corazón se abrasa, y el delirio
Trastorna mi cerebro, sí; ¡piedad!
Soy un amante triste y desolado,
El astro de mis dichas ha eclipsado,
Con su negro capuz la eternidad.

¡Corred... oh!... ¡mas corred, lágrimas mías!
Ya se apagó la antorcha de los días
De mi nublada y pobre juventud!
Una mujer, un ángel de consuelo
Fugaz me apareció... y eterno duelo
Dejome al ocultarla el ataúd.

Miradla inerte... ¿comprendéis ahora,
Almas que habéis amado, por qué llora
Con lágrimas de sangre el corazón?
¿Sabéis lo que es una mujer querida
Cuyo amor alimenta nuestra vida?
¿Sabéis lo que es perderla? ¡Maldición!

Es ¡ay! perder, el que cansado vaga,
La única linfa que su sed apaga
Del desierto en el tórrido arenal.
Es ¡ay! perder el pobre condenado
Que cruzara este mundo, desdichado,
La esperanza en la vida celestial.

Esa mujer me amó... mis años lentos
De soledad, de hastío, de tormentos,
Por ella, por su amor solo olvidé.
Era mi Dios, mi pecho solitario
Fue de su imagen perennal santuario;
Como a Dios adoraba, la adoré.

Cambiose el mundo, para mí sombrío
Cuando me apareció, bello ángel mío,
Riente, puro, dulce, encantador,
Con su mirada lánguida y ardiente,
Con el pudor divino de su frente
Y con su seno trémulo de amor.

Azucena purísima y lozana
Abriéndose al calor de la mañana,
Al beso del cefir primaveral.
¡Oh! ¿quién dijera que secar podría
Aun antes de llegar a medio día
El sol, su cáliz blando y virginal?

¡Mujer, adiós! ¡pudiera yo animarle
Con mi ósculo de fuego, y contemplarte
Apasionada y tierna sonreír!
¡Verte, en tu seno derramar mi lloro,
Y jurarte de nuevo que te adoro,
Y a tus plantas después, mi bien, morir!

Ángel, adiós... tu alma refulgente
Brilla a los pies del Dios omnipotente,
Y amante aún me mira... desde allí.
Cuando el Señor sonría a tus caricias,
Y te arrebate en célicas delicias,
Ángel... mi amor, acuérdate de mí.

Y cuando cruces el azul del cielo,
Nunca te olvides de inclinar tu vuelo
A este lóbrego mundo de dolor.
Yo te veré, yo seguiré tus huellas
Entr e el blanco vapor de las estrellas,
Y de la luna al pálido fulgor.

Yo invocaré tu imagen bienhechora
Para que me consuele en esa hora
De silencio solemne y de quietud.
Porque ¡ay! entonces turbarán mi calma
Las negras tempestades de mi alma,
Reliquia de mi triste juventud.

Yo escucharé tu voz en la armonía
De la floresta al despuntar el día,
De las palmas al lánguido vaivén.
Y en la callada tarde solitaria,
Guando murmure triste mi plegaria
En el Ocaso te veré también.

Del mundo en la borrasca tenebrosa
Tu sublime mirada esplendorosa
Será la estrella que me guíe, mi luz.
Y en mis impías horas de demencia,
El fuego iré a encender de mi creencia
De tu sepulcro en la escondida cruz.

¡Adiós ángel, adiós! en mi tormento
Mi existencia será solo un lamento;
Mas con tu dulce imagen viviré.
¡Adiós, sueños rosados, dulces horas,
Dulces como el placer y engañadoras!
¡Adiós, mi amor y mi primera fe!

1858.

autógrafo

Ignacio Manuel Altamirano


«Rimas» (1871)
Libro II. A una sombra


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