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ADORACIÓN

                        I

Estaba amaneciendo. En los espacios
del mundo sideral ya se borraban
las últimas estrellas que aún brillaban
como débiles chispas de topacios.

Nada alteraba el general reposo
del mundo en la extensión de sombras llena,
ni turbaba un acento rumoroso
el solemne silencio religioso
de la noche serena...

Mansa, indecisa, vaga todavía,
la luz matutinal ya despuntaba,
y en trémulos fulgores envolvía
un paisaje de abril que se esfumaba
en la vaga y borrosa lejanía.

Iba a salir el sol. El horizonte
de luz amarillenta se teñía,
y de rumores se llenaba el monte
y el valle se poblaba de armonía;
y en el oscuro monte rumoroso,
surgiendo acompasada,
se iniciaba la intensa melodía
del sublime y grandioso
preludio musical de la alborada.

Iba a salir el sol. Lo presentía
la gran Naturaleza,
que en el sereno despertar del día,
espléndida, sublime en su grandeza,
y henchida de vigor se estremecía.

El soberano toque misterioso
de la mano de Dios la despertaba,
y a su sereno despertar grandioso,
con vigor portentoso,
la vida universal se reanimaba.

De su jugo vital iban a henchirse
los gérmenes hundidos en la sombra;
al beso de la luz iban a abrirse
los cálices plegados de las flores
que al valle dan alfombra
y a las brisas suavísimos olores;
la tropa peregrina
de pájaros cantores, aún dormidos,
iba a cantar su estrofa matutina
al posarse en los bordes de sus nidos
la del radiante sol, luz argentina;
y las errantes brisas olorosas,
las frondas rumorosas,
las aguas transparentes
de los ríos, los lagos y las fuentes,
los cerros de la sierra...
¡Todo cuanto en la tierra
produce, con acentos diferentes,
trino, ruido, voz, eco o lamento
al sentir ya cercana
la luz del astro, que preside el día,
preludiaba con su gárrula armonía
el himno enunciador de la mañana!

                        II

Y el sol salió. Sus vivos resplandores
se esparcieron en franjas ambarinas
y explosiones de luz y de colores,
de acentos y rumores,
palpitaron por valles y colinas.

El coro de los pájaros cantores,
desatando sus lenguas peregrinas,
inundó de armonías el ambiente;
y para el gran concierto que a la aurora
dedicaba la gran Naturaleza,
el bosque dio su voz, honda y sonora,
su aroma dieron las gentiles flores,
la alondra dio cantares,
el rocío del valle dio colores,
el aura dio rumores;
soñoliento gemir, los anchos mares;
vapores, las cañadas;
la flauta del pastor, dulces tonadas,
y el Oriente, bellísimos celajes,
y el éter, vibraciones irisadas.

Y aquella voz magnífica, una y varia,
que en sus senos encierra,
con toda la armonía de los cielos
los rumores que vibran en la tierra,
al cantar de la aurora sonriente
su himno de amor, magnífico y ardiente,
parece que decía:
¡Gloria al Dios cuya voz omnipotente
del caos hizo el día!...

                        III

En medio del alegre y peregrino
concierto musical de la mañana,
un eco grave, dulce y argentino
se dilata en el valle... ¡Es la campana
de la ermita cercana!

Impío, ven conmigo; y tú, cristiano,
ven conmigo también. Dadme la mano,
y entremos juntos en la pobre ermita
solitaria, pacífica, bendita...
Ante el ara inclinado
ved allí al sacerdote... Ya es llegado
el sublime momento...
¡Elevad un instante el pensamiento!
El dueño de esa gran Naturaleza
que admirabais conmigo hace un instante,
el soberano Dios de la grandeza,
el Dios del infinito poderío
¡es Aquel que levanta el sacerdote
en su trémula mano!
¡De rodillas ante Él! ¡Témele, impío!
¡De rodillas! ¡Adórale, cristiano!
Yo también me arrodillo reverente,
y hundo en el polvo, ante mi Dios, la frente.

autógrafo

José María Gabriel y Galán


«Religiosas» (1906)

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