DOS JINETES
Veloces van por la grama,
Lanzando espumas y llama,
Dos corceles,
Y en vez de polvo, levantan
Esencias puras que encantan,
De claveles.
Veloces pisan la grama
Del arroyo que se llama
Curupá,
Cuya corriente serena
Llevan entre sauces y arena
Sus zarzas al Paraná.
Alazán es el uno
Y el otro moro;
Cada una de las crines
Vale un tesoro:
Vuelan como las aves
Labres del cielo;
Apenas si la alfombra
Tocan del suelo.
Relinchan sacudiendo
Leves melenas,
Y fogosos dilatan
Sus anchas venas.
A veces acercando
Cuellos y frentes,
Parece que se dieran
Besos ardientes;
O que indiscretos,
De sus dueños dijeran
Dulces secretos.
El alazán en sus espaldas lleva
Una moza del pago,
Gallarda a toda prueba,
Pero rebelde al amoroso halago.
Las galas del domingo
Ostenta en el collar de la garganta,
Y cuelga al flanco de su airoso pingo
Una vistosa manta.
Descuida en la carrera
La renegrida y lisa cabellera;
Y llevando una mano
Al lino leve que la cubre el seno,
Al ver su empeño vano
Esconde el rostro de sonrisa lleno.
Tan solo permanece
En su frente tostada,
Una diamela que su tallo mece
En sus esencias mismas embriagada.
Quiebra los bríos del ardiente moro
Un mocetón a cuyo labio asoma,
Como flor del aroma,
Vello sutil de la color del oro;
Y no menos dorado
Que el pelo de la barba, su cabello
Le azota ensortijado
El ancha espalda y el nervudo cuello.
De un leve poncho las rojizas rayas
Bájanle en rededor a confundirse
Con el fleco y las mallas
Del ancho calzoncillo;
Y la estrella de acero
De su bruñida espuela,
Hace sonar ligero
En la carona de bordada suela.
Impaciente de amor, a su caballo
Ha soltado la brida,
Y a par de él, como rayo,
Galopa el alazán de su querida.
Clava en ella una mirada
Que parece acompañada
Con sangre del corazón,
Y con la vez conmovida,
Con la mejilla encendida,
La pide la blanca flor:
Le dice: ¿acaso más bello
Parecerá tu cabello
Porque esa flor esté en él?
A la amorosa paloma
Que tiene nido en la loma
La basta su candidez.
¿Por deshojarla en el viento,
Por quemarla con mi aliento,
Qué exiges, bella, de mí?
¡Lo atestiguo con los cielos!
Esa flor me causa celos
Y quisiera ver su fin.
Silencio guarda la moza,
Y en actitud cavilosa
Acaricia su alazán:
Mas, la diamela arrancando,
La contempla suspirando
Y con lágrimas la da.
Pasa la flor a la mano
Del que pretende tirano
Privarla de su esplendor...
Pero no le da la muerte,
Que, dichoso con su suerte,
La lleva hacia el corazón.
Y mostrando a su querida
Con la mano de la brida
La espesura de un ombú:
Allí, le dice, hay un lago,
Que nos brinda con halago
Los misterios de su azul:
Coronado del cabello,
Como el de un cisne, tu cuello
En el agua jugará;
Y mi mano afortunada
En el lago, deshojada,
Esta flor arrojará.
Diciembre de 1843— en el mar.
Juan María Gutiérrez