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ODA XLVII
DE LA NIEVE

Dame, Dorila, el vaso
lleno de dulce vino,
que sólo en ver la nieve
temblando estoy de frío.

Ella en sueltos vellones
por el aire tranquilo
desciende, y cubre el suelo
de fúlgidos armiños.

¡Oh, cómo el verla agrada,
de esta choza al abrigo,
deshecha en copos leves
bajar con lento giro!

Los árboles del peso
se inclinan oprimidos
y alcorza delicada
parecen en el brillo.

Los valles y laderas,
de un velo cristalino
cubiertos, disimulan
su mustio desabrigo,

mientras el arroyuelo,
con nuevas aguas rico,
saltando bullicioso
se burla de los grillos.

Sus surcos y trabajos
ve el rústico perdidos,
y triste no distingue
su campo del vecino.

Las aves enmudecen
medrosas en el nido
o buscan de los hombres
el mal seguro asilo,

y el tímido rebaño
con débiles balidos
demanda su sustento
cerrado en el aprisco.

Pero la nieve crece,
y en denso torbellino
la agita con sus soplos
el aquilón maligno.

Las nubes se amontonan,
y el cielo de improviso
se entolda pavoroso
de un velo más sombrío.

Dejémosla que caiga
Dorila, y bien bebidos,
burlemos sus rigores
con nuevos regocijos.

Bebamos y cantemos,
que ya el abril florido
vendrá en las blandas alas
del céfiro benigno.

autógrafo
Juan Meléndez Valdés


«Odas Anacreónticas»

enlace Versión manuscrito
facsímil Autógrafo de Meléndez Valdés. Mss. 19.603 de la Biblioteca Nacional

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Incluido en Biblioteca Virtual Cervantes.