EL LIBRO PRIMERO DE MARGARITA
VIII
Margarita no tiene oficio aparente; no tiene siquiera figura de flor o
mariposa; se mueve con trancos de joven duquesa. Es lo extranjero en un país de
repente descubierto y sin embargo todo ello tan a tono con la casa. Como quien
recopila perfumes o palabras donosas, ella va levantando a medio cielo una larga
red de luces que le pertenecen íntegramente. Son sus estrellas menores. Cada vez
que se inclina caen al agua en mayor número y el agua interna se ilumina y se
hace santa como agua de bautizo.
Y todo esto a través de cierta espesura, de cierto cristal continente que cuida
de su porvenir. ¿Qué mayor abundancia si ella se desnuda y aparece a lo vivo con
su sol de vergüenza? En su dormitorio la vida cobra aspecto de diluvio: rosas,
golondrinas y corderos aparecen con el olivo en el pico. El agua rebulle y se
ilumina a contraluz. Se mantiene en completo desasosiego, iniciando embestidas
nuevas, tratando de subir con pie de vidrio al retablo de la niña. ¿Qué
instantáneo sobresalto le comunica este apetito al agua? ¿Será que allí anda la
luna navegando entre chinelas y bombachas chinas? ¿Será que el jazmín en polvo,
el arroz y las violetas trémulas del pecho le electrizan la piel de holanda?
Es aquí ciertamente cuando nos damos cuenta de que el agua tiene una legua
plural y unas inclinaciones de abierta impudicia . El agua lleva siempre una
dirección voluntariosa, vive para sus instintos primarios: se relame la trompa
incisiva y conspira por costumbre. Es libertina y sigilosa. Para su gobierno se
requerirían las duras corrientes del mar, los broncos caballos marinos que le
galoparan a base de huracanes la barriga constante. O bien el verbo espacioso,
de largo acento abstracto, que le sacara de su ausencia para hacerla vivir en
positivo.
—¡Basta de hacer espuma en el vacío; levantemos ahora chispa en el tenebroso!
Con aspereza, porque los elementos van declinando en su travesía acompasada, van
perdiendo relieve al extraviarse en obscuras inmersiones. Ceño, voluntad,
relente, forman como una nube encima de los cuerpos moribundos. Los pozos se
llenan de algas, las lagartijas pierden sus colas, los relojes se detienen y
escuchan. Y andando más aún ¿nos olvidaremos de esos universos redondos cuyas
montañas se han desvanecido al roce continuo de la oscuridad? ¿nos olvidaremos
de las piedras del mar demolidas poco a poco por el agua uniforme? Animales y
objetos van quedándose en la sombra, huesos y maderos van pudriéndose en la
humedad. Las cosas adquieren forma de largas cañas, de pitos prolongados que al
pasar sonando débilmente y al escabullirse por entre túneles y anillos son como
elásticos alimentados con vinagre. Tamaño, color, forma, movimiento, caben en
una misma débil canal, sin escalas, sin saltos, sin piedras preciosas. Parece
como si una espesa masa gris caminara hacia una alta garganta; o como si la
ceniza y el polvo de la muerte se treparan al pecho de las cosas vivas. La
materia no tiene consonancia, manifestaciones libres, potencia interior. En su
larga angostura carece de motor y de medida. Se vacía, se reúne y cobra aspecto
de serpiente; pero no se eleva, no echa chispas, no ofrece frutos amarillos.
Juvencio Valle