VIII
A las nueve menos cinco de la mañana todas las mujeres pasan con aire de madre joven o de hermana mayor.
A las once y medita las mujeres ponen en la calle un rumor de colonias y carmines, rumos de dependientas demasiado arregladas y deseos clandestinos.
A las cuatro de la tarde las mujeres llevan el aire casto de las adolescentes que van a estudiar a casa de una amiga.
A las cinco y media, sobre todo en los días con sol de invierno, las mujeres tienen los ojos brillantes de las comidas de trabajo y uno
las sorprende en sobremesas largas con amigos secretos.
A las once de la noche, sobre todo en la primavera y en las últimas semanas del otoño, las mujeres irrumpen con caras profundas de buen amor, amor de verdad y para toda la vida.
A las cuatro de la mañana todas las mujeres son viejas amigas, antiguas compañeras de universidad, pacientes cómplices para la madrugada.
Hay muchos relojes que marcan en la ciudad el ritmo solitario de nuestros pensamientos. El reloj de las mujeres, el de los hombres, el de los matrimonios; el reloj de los coches,
el de los árboles, el de los balcones; el reloj de los ruidos, el de los silencios. También la multitud tiene sus códigos.
Luis García Montero