SONETO XXXIII
Ya las aves del ángelus vuelan en mi comarca;
la bujía de Véspero se apaga en insondables
tinieblas, y en connubio de arrobos inefables
en torno mío el brazo de la muerte se enarca.
Ya a mis pies insinúa, sigilosa, la barca
de la noche sus mudos ébanos implacables,
y los luceros urden, premiosos, con sus cables
de luz, ante mis ojos, las redes de la Parca.
Al turbador influjo que la penumbra instila
fatígase el galope de la sangre en mis venas,
el fuego del arcano se enciende en mi pupila,
y el espíritu, aroma que mustia flor exhala,
libre por un instante de sus duras cadenas,
en misterioso impulso la eternidad escala.
Mario Carvajal