LA LANCHA
Él decía que era de Bermeo, pero había nacido del otro lado de la ría de
Mundaca. Lo que pasaba era que aquel caserío no tenía nombre, o varios, que es
lo mismo. Esas playas y escarpes fueron todo lo que supo del mundo. Para él el
Finisterre se llamaba Machichaco, Potorroarri y Uguerriz; el Olimpo, Sollube;
París, Bermeo; y los Campos Elíseos, la Alameda de la Atalaya. Su mundo propio,
su Sahara, el Arenal de Laida y el fin del mundo, por oriente, el Ogoño, tajado
a pico por todas partes, romo y rojizo. Más allá estaba Elanchove y los
caballeritos de Lequeitio, en el infierno. Su madre fue hija de un capataz de
una fábrica de armas de Guernica. El padre, de Matamoros y minero: no duró
mucho. Lo llamaban El Chirto quizá porque era medio tonto. Cuando se puso malo
dejó las minas —Franco-Belges des Mines de Somorrostro— y se vino a trabajar en
una serrería. Allí, entre máquinas de acepillar y manchihembrar, creció Erramón
Churrimendi.
Lo que le gustaba eran las lanchillas pequeñas de vapor, las boniteras, las
traineras para la sardina. Los aparejos de pescar: los palangres, los cedazos,
las nazas, las redes. El mundo era el mar y los verdaderos seres vivos las
merluzas, los congrios, los meros, los atunes, los bonitos. Sacar con salabardo
el pescado moviente; pescar anchoas o sardinas con luz o al galdeo, atún y
bonito con curricán, a la cacea.
Con sólo poner el pie en una barca, se mareaba. No tenía remedio. Acudió a todas
las medicinas oficiales y escondidas, a todos los consejos dichos o susurrados.
A don Pablo —el de la botica—, a don Saturnino — el del Ayuntamiento—, a Cándida
—la criada de don Timoteo—, al médico de Zarauz, que era de Bermeo. No le valió:
con sólo poner el pie en una barca, se mareaba. Él mismo recurrió a cien
estratagemas: embarcarse en ayunas, bien almorzado, sobrio, borracho, al
desvelo; y aun a los ensalmos que le proporcionó la Sebastiana, la del arrabal;
a las cruces, a los limones, al pie derecho, al izquierdo, a las siete en punto
de la mañana, al cuarto creciente, a las mareas, a los amuletos, a las yerbas,
al día de la semana, a las misas y padrenuestros, a la sola voluntad y sueño
propio: —«Ya no me mareo, ya no me mareo»—. Pero no tenía remedio. Tan pronto
como pisaba una tabla moviente, se le revolvía el adentro, perdía la noción de
sí mismo y se tenía que acurrucar en una esquina de la lancha procurando pasar
inadvertido de los pescadores que lo llevaban. Pasaba unos ratos terribles. Pero
no era de los que desmayaban y durante años intentó repetidamente la aventura.
Porque, claro, la gente se reía de él —poco, pero se reía de él. Luego se
aficionó al vino, ¿qué iba a hacer? El chacolí es un remedio. Erramón no se
casó, ni siquiera le pasó por las mientes el hacerlo. ¿Quién se iba a casar con
él? Era un buen hombre. Eso lo reconocían 5/104 todos. Y tampoco tenía la culpa
de nada. Pero se mareaba. El mar jugaba con él sin derecho alguno.
Dormía en un barracón, cerca de la ría. Aquello era suyo. Hubo allí un hermoso
roble —si digo hubo, por algo será—. Era un árbol de veras espléndido. Alto
tronco, altas ramas. Un roble como hay pocos. El árbol era suyo y cada día, cada
mañana, cada noche, al paso, el hombre tentaba el tronco como si fuese la grupa
de un caballo o el flanco de una mujer. A veces hasta le hablaba. Le parecía que
la corteza era tibia y que el árbol le quedaba agradecido. La rugosidad del
tronco correspondía perfectamente a la epidermis carrasposa de las palmas de las
manos de Erramón. Se entendían muy bien él y su roble.
Erramón era un hombre muy metódico. Trabajaba en lo que fuera con tal de que no
fuese lo mismo. Lo hacía todo con voluntad y aseo. Le llamaban para cien faenas
distintas: componer redes, cavar, ayudar en la serrería que fuera de su padre;
lo mismo alzaba una barba que calafateaba o se ganaba alguna peseta ayudando a
entrar el pescado. No decir que no a nada. Además Erramón cantaba, y cantaba
bien. En la taberna le tenían en mucho. Una de sus canciones —en vasco— decía:
—Todos los vascos son iguales.
—Todos menos uno.
—Y a ese ¿qué le pasa?
—Ése es Erramón.
—Y es igual a los demás.
Erramón soñó una noche que no se mareaba. Estaba solo en una barquichuela, mar
adentro. La costa se veía fina y lejana. Sólo el Ogoño, rojo, relucía como un
sol falso que se hundiera tierra adentro. Erramón era feliz como nunca lo fue.
Se tumbó en el fondo de su lancha y se puso a mirar las nubes. Sentía en su
espalda el vaivén inmortal del mar que le mecía. Las nubes pasaban veloces
empujadas por un viento que le saludaba de largo. Las gaviotas dando vueltas le
gritaban su bienvenida:
—¡Erramón, Erramón!
Y otra vez:
—¡Erramón, Erramón!
Parecían palomas de orla. Erramón cerró los ojos. Estaba en el mar y no se
mareaba. Las olas le hamaqueaban en su bamboleo, flujo y reflujo eterno, tumbo
va y tumbo viene, en dulce remecer y cunear… Tenía toda su niñez alrededor de la
garganta y, sin embargo, en aquel momento, Erramón no tenía recuerdos; ni otros
deseos que el de seguir siempre así. Acariciaba las paredes de su lancha. De
pronto, sus manos le hablaron. Erramón levantó la cabeza sorprendido: ¡no se
equivocaba! ¡Su bote estaba hecho con la madera de su roble!
Fue tal la impresión, que despertó.
De allí en adelante cambió la vida de Erramón. Se le metió en la cabeza que si
hacía una lancha con su árbol no se marearía. Para no llevar a cabo ese crimen
bebió más chacolí que de costumbre, pero no podía dormir. Se volvía y revolvía
en su camastro, perseguido por las estrellas. Oía su sueño. Intentaba
convencerse de lo absurdo que aquello era:
—Si me he mareado siempre, seguiré mareándome.
Se volvía sobre el costado izquierdo.
Se levantaba a mirar su árbol, lo acariciaba.
—Salgo perdiendo, ¿o qué?
Pero en el fondo comprendía que no debía hacerlo, que sería un crimen. ¿Qué
culpa tenía su roble de que él se mareara? Pero Erramón no pudo resistir mucho
tiempo la tentación de su sueño, y una mañana, él mismo, ayudado por Ignacio, el
del aserradero, tumbó el árbol. Cuando cayó, Erramón se sintió muy triste y muy
solo, como si se le hubiese muerto el ser más querido de la familia que ya no
tenía. Le costaba trabajo reconocer ahora su barracón tan solitario. Sólo de
espaldas, frente a la ría, estaba tranquilo.
Cada tarde iba a ver cómo su roble se convertía en lancha. Sucedía eso en la
misma playa donde su amigo Santiago, carpintero de ribera y calafate, la
construía. Del tronco salió todo: quilla, varengas, cuadernas, roda y bao, hasta
los asientos y los remos y un mastilillo, por si acaso.
Y así fue como una mañana de agosto en que el mar no lo parecía, de tan quieto,
Erramón lo surcó, hacia dentro, en su barquichuela nueva. La lancha era de
maravilla, volaba al impulso virgen del hombre; metía éste los remos con
suavidad y luego echaba atrás la espalda antes de darle a sus brazos la
contracción leve que le empujaba volandera. Por primera vez Erramón se sentía
borracho: se le iba el santo al cielo. Se alejó de la costa. Metía el remo
derecho para dar vueltas y luego el contrario para zigzaguear. Después los
retiró y se puso a acariciar la madera de su bote. Lentas, las tablas rezumaban
un poco de agua. Erramón llevó las manos a su frente para remojársela. La
quietud era absoluta: ni una nube, ni un soplo de viento, ni siquiera una
gaviota. La tierra se había sumergido. Erramón puso sus manos en la borda y la
acarició. De nuevo sacó las palmas mojadas. Se extrañó un poco: hacía tiempo que
las salpicaduras habían sido secadas por el sol. Recorrió con la vista el
interior de la lancha: de toda ella trazumaba lentamente un poco de agua. En el
fondo había ya una ligera capa brillante. Erramón no sabía a qué atenerse.
Volvió a pasar la mano por los flancos de su barca. No había duda: la madera
dejaba filtrar agua. Erramón miró en torno, una ligera inquietud empezó a roerle
el estómago. Él mismo había ayudado a calafatear su bote y no le cabía duda que
el trabajo se había realizado concienzudamente. Se inclinó a inspeccionar las
junturas: estaban secas. ¡Era la madera la que exudaba el agua! Impensadamente
se llevó la mano a la boca: ¡el agua era dulce!
Empezó a remar desesperadamente, pero el bote no se movía a pesar de sus
frenéticos esfuerzos. Miró con afán a su alrededor. Le pareció que su lancha
estaba encallada entre las ramas de un enorme árbol submarino, cogida como en
una mano. Remó a cuanto más podía: el bote no adelantó. ¡Y ahora podía ver, ver
con sus propios ojos, cómo la madera de su árbol extravenaba agua limpísima y
fresca! Erramón cayó de rodillas y empezó a achicar con las manos, que no traía
balde.
Pero el casco seguía manando cada vez más abundantemente. Era ya un manantial de
mil ojos. Y del mar parecían surgir ramas.
Erramón se santiguó.
No le volvieron a ver por las costas de Vizcaya. Unos dijeron que se le había
apercibido por San Sebastián, otros que si en Bilbao. Algún marinero habló de un
pulpo enorme que apareció por aquel tiempo. Pero, de cierto, nadie pudo dar ya
razón de él. El roble volvió a crecer. La gente se alzó de hombros. Corrió la
voz de que estaba en América. Luego, nada.
Max Aub