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AL GUADALQUIVIR

  Ancho y caudaloso río
Que el híspalo muro lames,
Dame que tranquilo duerma
Sobre tu florida margen,
  Cual tú bajo el peso duermes
De tanta velera nave,
Y ni avenidas te turban
Ni te agitan huracanes.
  Yo precio un humilde césped
A la sombra de tus sauces
Más que las plumas desiertas
Do a Morfeo llamo en balde.
  El murmurio de tus aguas
Tan regalado y suave,
El aura que tú perfumas
Con mil rosas y azahares,
  Bálsamo sean, ¡oh Betis!
Que mi fiera angustia calme,
Si bálsamo puede haber
Para llagas incurables.
  ¡Ay! no solo yo entre tantos.
Enamorados zagales
Que con su lloro te acrecen
Y te invocan con sus ayes;
  Ya llorando la perfidia
De un corazón inconstante,
Ora desvíos crueles;
Ora celosos afanes;
    No solo yo sin consuelo
De tu orilla me separe
Do tregua a la pena busco
Que me devora incesante.
  Mas aunque dulce beleño
Mis tristes párpados bañe,
Ni un solo instante me alejes
De Silvia hermosa la imagen.
  Y a mis sentidos renueva
En ensueños agradables
Sus lisonjeras palabras
Y sus caricias amantes.
  Ausencia, cruel ausencia,
¡Cuál mi destino cambiaste!
Caí desde la alta cumbre
Hasta el abismo insondable.
  Horas, a mi amor inmenso
Algún día tan fugaces,
¡Cuál hoy al triste Salicio
Parecéis eternidades!
  ¡Quién durmiera, Silvia mía,
Hasta que torne a mirarte,
Y tus brazos de marfil
Amor a mi cuello enlace!
  Mas tú desoyes mis ruegos,
Oh Betis inexorable,
Quizá porque no han sonado
En tu gloria mis cantares.
  Digno objeto de mi lira
Fueras tú, que a tanto vate
Menos mísero que yo
Sublime canto inspiraste.
  ¡Ah! si en mi llagado pecho,
Que sólo por Silvia late,
De la pálida tristeza
La garra no se cebase,
  Yo te cantara también
Soberano de los valles
Desde tu sierra nativa
Hasta las playas de Atlante.
  Cantara yo acompañando
Al gorjeo de las aves
La perene primavera
De tus orillas feraces;
  Y a las béticas zagalas,
Cuya gracia el mundo aplaude,
No fuera muda mi lira
Ni mi pecho de diamante.
  Mas donde Silvia no mora.
No hay belleza que me halague,
Ni pensil que me embelese,
Ni placer que no me canse.
  Adiós, opulento río.
Ya me enojan tus cristales.
¡Ah, cuál sería tu orgullo
Si mi Silvia te mirase!
  Otro río más dichoso,
Aunque menos arrogante,
Vio crecer para mi amor
Sus encantos celestiales.
  Adiós; y pues sólo sirves
De redoblar mis pesares,
La lira que templa Erato
No esperes que te consagre.
  Si me robas el tributo
De este llanto inconsolable;
No mi tierno corazón,
Que es todo del Manzanares.

autógrafo

Manuel Bretón de los Herreros


Romances IV

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