LOS EJERCICIOS DE SAN IGNACIO
I
Triste está el ánima mía,
Triste hasta la muerte está:
Perdiendo por grados va
Su candor y lozanía;
Como el árbol infeliz
Que niega frutos y flores
Cuando gusanos traidores
Le carcomen la raíz.
Paz en vano hallar intento
En el mediar profundo,
Y en el bullicio del mundo
Distracción y esparcimiento.
Pues llega el momento en que
Todo cansa al corazón,
Y vaporosa visión
Juzga el hombre cuanto ve.
Como al ámbito vacío
Sale el águila caudal,
En el campo socïal
Salgo a disipar mi hastío.
Salgo; mas hallo que era
Engaño el feliz destierro,
Que andando voy en mi encierro,
Que soy ave prisionera.
Y como el primer saludo
En un país extranjero
Suena mal al viajero
Que es allí cual sordo y mudo;
Así lo que escucho hablar
Me disuena: en torno miro
Como extraño, y un suspiro
Se me escapa a mi pesar.
¿De dónde vengo? ¿quién soy?
¿Quiénes vosotros? ¿En dónde
El gran secreto se esconde?
¿O, decid, soñando estoy?
¿Hijos de mi fantasía
Sois, hombres? ¿o creación
De un ángel de maldición
que persigue al alma mía?
Busco el manantial divino
Que al corazón dé consuelo;
Busco una estrella en el cielo
Que esclarezca mi camino.
Y como nadie responda
Sino burlando, enmudezco,
Y de nuevo me guarezco
Del alma en la mansión honda.
¡Y tú también, tú que un día
Me brindaste inspiración,
En esta tribulación
Me abandonas, Poesía!
Yo a mi laúd abrazado
Desafïaba la suerte,
Y me creía más fuerte
Que el soberbio potentado.
Todo, decía, lo abate
La fortuna en su vaivén:
Toda gloria, todo bien;
Menos el numen del vate.
¡Ah! no da el consolador
Laúd los sones primeros;
Ni tengo más compañeros
Que el silencio y mi dolor!
II
Esto pronunció un mancebo
Con voz moribunda; inclina
Sobre el pecho la cabeza
Y amargamente medita.
Pero como suele a veces
Soplar fresca y blanda brisa
Que alegra el bosque, y de nubes
Poco a poco el cielo limpia;
Así el recuerdo le viene
De la dulce edad antigua,
De otra gente, otra morada;
Y poco a poco se anima.
Ya a su paso crujen menos
Hojas secas y amarillas:
Bulle en el follaje verde
La apacible ventolina.
Cual sediento caminante
Vena siente de agua viva
Cerca brotar, así escucha
Ecos de sabiduría.
En su corazón gotean
Celestiales, cristalinas
Las palabras de la Gracia;
Y consolado suspira:
«¡Dios! ¡responde a mi querella!
¡Mis ignorancias olvida!
¿Por qué me afliges? ¿por qué
Triste estás, ánima mía?...
»¡Me alzaré, e iré a mi padre!»
Clama resuelto; y camina
Calles, plazas, a la débil
Luz del moribundo día.
¿Veis aquel alto edificio
De estilo antiguo, que inspira
Asombro, y mansión parece
Ser de la Melancolía?
No allí las gentes que fueron
Del que ora le busca amigas;
Que van por lejanas tierras
Peregrinando proscriptas.
Mas sabe que aún en el ara
La sacra lámpara brilla;
Que Jesús a quien le invoca,
Ora o luego, siempre alivia.
Llega: a su espalda la puerta
Cruje y se cierra: furtiva
Lágrima enjuga, y exclama:
«¡Salve, Religión divina!».
Y allí a la meditación
Enteros dio nueve días:
Para volar, el gusano
Encerrarse necesita.
Y allí se fue desnudando
De miserias: rica mina
En el corazón, de fuerza
Halló, y de inefable dicha.
Y sus culpas confesó
Con voz sincera y contrita;
Y aliviado de la carga,
Comió el pan que da la vida.
Y dijo al salir (el gozo
En su faz resplandecía):
«He resucitado en Cristo:
¡Gracias, Religión divina!»
Miguel Antonio Caro