OFRECIMIENTO AL HIJO DE LA ALDEA PERDIDA
A mis cincuenta años hoy te traigo, hijo mío,
a conocer los viejos caminos de mi aldea,
y a sentir en la viva transparencia del aire,
la voz de las cascadas, el rumor de los pinos,
y el aria incontenida, versátil, de los pájaros
que cruzan por el círculo vesperal de su valle.
Por aquí tus pisadas, hijo mío,
van a encontrar la sombra de mi callado andar;
cuando estaba a la altura de estos nobles arbustos,
descubrir ya sabía la miel de los pomares
y el brillo del rocío que encienden las luciérnagas
en las primeras rosas que despiertan al alba.
Si fuera en aquel tiempo, hijo mío,
te hubiera convidado a mirar el almendro
que iluminaba el patio familiar de mi casa;
a buscar mariposas o a desprender orquídeas
y nidos de azulejos de los más altos árboles,
o tal vez a bañarnos en el pozo de un río
cantarino y celeste como la misma aldea.
Tienes la edad del trino. La flor de la alegría
se estremece en tus manos. Aprisionas el canto
de la aurora y no sabes andar entre la niebla.
por eso arden mis sueños junto a ti como el fuego
secreto de una lámpara. Y en tu ascenso a la vida,
hijo mío, los pasos de mi fe te acompañan.
Mi voluntad hoy crece para amparar tu signo
de lágrimas y el rumbo de tu inquietud de fuente.
¿Quién no tuvo en su fábula un palacio encantado,
una reina lejana o un iris encendido,
un pastor y una flauta, o un rebaño de estrellas,
o un barco, aunque ignorase dónde quedaba el mar?
A los cincuenta años he venido, hijo mío,
a entregarte las llaves doradas de mi infancia,
para que abras las puertas azules de tu aldea
y siempre en ella encuentres lo que yo supe amar.
Manuel Felipe Rugeles