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APOLOGÍA DE LOS PUNTOS CARDINALES

              I

Antes de que los peces hurgaran en las costas
con la memoria deshecha, el gesto sobrecogido
y los páramos secaran sus primeros muertos,

[antes de nosotros, inclusive,
cuando no teníamos nombre]

cuando el Cosmos se extendió, negro mantel,
por los 3.1416 lados de la mesa Todo era perfecto y redondeado,
un clamor de génesis perpetuas
las percusiones del Pi.
y en la tierra fragmentada como pan se hizo la noche
los amantes ya se acariciaban.

No se fue la luz, pero como un pájaro dormido
abrió un silencio gris en el estruendo
y se apagó una vela, el cuarto en luto.

Nos gustaba el aire.

Abrimos cada uno de los párpados
y suave era el azul como una niña
y era la lluvia como un traje verde.
Éramos los clavos en la cruz,
eso cuanto había entre océanos,
hielos, montes, oros, aguas, piedras,
cuarzos como ofrendas e incensarios.
Uno en uno, transfigurados siglos
configuraron el tiempo, lo vistieron de navío
y decidieron de pronto que debía izarse al mar.
Nuestras piernas, ángulos, compases,
estaban entreabiertas. Las aristas de la infinitud.
Quirón hizo otra vez a cabalgatas
las líneas todas de las latitudes,
sendas espirálides que mojan
hondas y calladas procesiones.
Hablaron Hunahpú e Ixbalanqué
Amo, amas, amare, amavi, amatum —una hoz de pájaros celestes
cortaba las esquinas de los cielos y la tierra.
Astrónomos que flechan las planicies de este Oeste,

la oliva del olvido era su oliva,
el canto de los cántaros su canto,
la almendra de la alondra era su almendra.

Y así fueron pobladas de sudor las catedrales.

              II

Nosotros alargamos nuestros brazos
y bajo la sombra endurecida de una roca,
preguntamos ¿quiénes somos?
y brincó del suelo la primera violeta
y el primero de los hombres besó la planta izquierda
de la primera mujer.
Un fruto conmovido de ser fuego
bajó desde las ramas laminadas de un durazno
y se amarró la boca para no gritar, hueso desnudo
lo que bajo tierra se confiesan las serpientes
cuando convertidas en despojo de los santos
vienen a hablar de negros querubines.

[Y la piel terrestre, enredadera,
en su esférica tumba, guardaba como un lienzo
al mentiroso barro.]

Escucha los dictados de la noche
con sus orquestas azules, melodías cósmicas
y oscuros telones.
Como un veneno cálido que morderá gustoso
la pulpa mineral, el estallido inoculado del espasmo,
un aquelarre acrobático en el que los nombres
son torsos desvestidos olorosos a sulfuro,
escucha los dictados de la noche.

Fuimos candelabro a luna nueva
y desde el cuarto equinoccial de las mitades
abrimos sobremesa y ataúdes,
círculos perfectos, infinito

y eran cuatro en uno los ombligos
y ocho en dos los ángulos obtusos de la boca. Uno solo fue, como algún mástil
erguido sobre el cero antes del dos, o bien:
cuando éramos guarismo indivisible.

En el altiplano del cenit el capricornio
brota de la azul iridiscencia.



Corrimos por los crótalos abiertos
en el mediodía, turquesas,
cámaras nupciales, acueductos,
caracoles desnudando las marinas letanías
y las inscripciones en los muros agrietados.
Los arquitectos arcanos escribieron nuestro nombre
en los pliegos amorosos de los mapas estelares:
con su voz bestial multiplicaron los rincones
bajo una corona de frutas
y desempolvados tambores
los ídolos fundados en la arcilla.

              III

Llegaron en tropel diseminado
por las siete escuadras de la geometría inmensa
lámparas astrales de sustrato polietílico,
vírgulas y giros de saliva incandescente
con que la palabra prendió vida al filamento.
Sus manos eran péndulos oblicuos a las fosas
en que como hormigas olvidadas
mueren los planetas o peor aún, más fuerte:
desde el movimiento oscilatorio de los mundos
cae sobre los pechos la obsidiana,
armas y legiones se deshojan,
dormidero de las rotaciones.
Todo lo demás fue pausa, nube, entierro,
silencio desgranado de carmín sobre los labios
del embarcadero.

              IV

Fue así como los llantos perforaron
la longitud radial de los crepúsculos,
una mano lóbrega cayó de los umbrales
y nos asió los brazos, los deshizo:
¯Cuatro veces cuatro extremidades extendidas
cuidarán del polvo y de los pasos ulteriores
los sagrados puentes levantados.

[De nosotros, vértebras boreales
nace la sustancia con que están hechos los ritmos.]

Esas danzas nuevas en penumbra
eran como estrellas
sobre nuestros hombros cardinales.

¯Los puntos más distantes fueron siempre
como dos espaldas que se tocan.

Esto y otras cosas nos cantaban
la fisonomía del volcán y del aullido.

              V

Del diván amorfo de los sueños despertaron
ciegas mariposas, danzas circulares
que en el vuelo curvo de las fórmulas primarias
aman a la luz aunque no ven
y llevan en el cuerpo como un beso
la infertilidad de los augurios constelados.
Desde las arenas fugitivas
hasta las cavernas de los roncos arrecifes
se escuchó el estruendo de sus alas acerosas
y no hubo en este orden organismo que no huyera
del primer presagio de esas abominaciones.

[La mariposa, plomo y arenisca
aleteó en la habitación oscura
y sacudió las velas encendidas.]

Se miró a sus iris transparentes
y se encontró desnudo entre fractales.
Para ese golpe atroz de los segundos
muertos bajo el vuelo de sus triangulares sombras
fue materia mística la nada

y era el movimiento de las formas equilibrio
y la voz el signo humedecido de la lengua.

Avanzó brutal, corriente arriba.
Era él la noche sin estrellas, la cerrazón profunda
en que las bestias excretan vahos negros,
muerden cuellos rotos, cadáveres ensangrentados,
marcas ancestrales que le cantan
la absoluta muerte del destino
y fue su voz el soplo destrozado de los bosques
por los seiscientos sesenta y seis rostros del fuego.

Para callar el hambre de su dios fue necesaria
una herida honda, sangre espesa:
con el filo blanco de su carne ultramarina
penetró los muros resguardados de los templos,
multiplicó los cuantos y las bóvedas celestes,
se arrastró en el vértigo y las ondas,
hizo con las manos estructuras naturales,
dio la oscilación a las mareas,
calentó en su pelvis las primeras vibraciones,
y trazó con eses las caderas de la elipsis.

Era tan exacto en lo más alto de la hipérbole,
que hasta en su nombre llevaba la universal simetría.

              VI

A la caída de la sexta puerta,
sobre la falda irregular de las ciudades
se esparció el adiós como un desgarre silencioso,
sal entre los muslos de la mujer del trueno.
Del resplandor agudo que preñaba la recámara
cuando los amantes frente a pecho se contaron
cómo nació el orbe subterráneo de sus venas
caminó el ciclópeo retumbar de los balcones,
con su golpe húmedo sobresaltó los pisos,
e hizo al frío enraizarse en la columna de los árboles.

Medio cuerpo en uno retorcido,
el embravecido serpenteo del huracán
un girón de lunas en la oscuridad espesa.

Ella lo bendijo para siempre.

Ronco entregemir el monstruo alado,
pozo palpitante el halo gris de sus pupilas.

Afuera dormitaba la tormenta.
Tierra y vendaval
abiertos en fragmento duplicado
se diseminaron como polen,
agua sobre el filo de la cama,
plata pedernal en lo nocturno
y todos nuestros vientres eran cuatro
por el ojo austral del Universo.

Partículas de piano, los amantes,
dolieron como un eco desmembrado
en la blanca oreja de la muerte.

              VII

Los rincones vieron a los pasos prolongarse
por el empedrado epitelial de los andenes
y era en el final como al principio:
luego de la danza impostergable del deceso
se sobrevino la música,
un caer de ropas y de pieles
sobre nuestro cuerpo cuadrilátero
y amaneció el adiós, su miserable calma
rojos cuchillos sobre el planisferio.
Era en lo más bajo del crepúsculo, las voces
se ensancharon hasta el fin del mundo

y rodó en la boca alguna rota despedida
y se apagó el sistema endurecido de los besos.

Lejos de ellos mismos se encontraron
en las antípodas viejas.
Se bifurcó su confundida sombra
y se apartaron sin reconocerse.
El monstruo vaga por nosotros, desterrado.
La hembra busca la penetración del fuego.
Pero en la perfecta eufonía de lo que existe,
paradoja física, en la esfera
cuanto más al Sur se llega al Norte,
la mano izquierda del Este toca la mano derecha de Oeste
y así, como más distantes más cercanos.
Nosotros, tetracéfalo horroroso,
tallamos cicatrices para encontrar lo perdido
y que entonces,
cuando la canción de los demonios se detenga,
cuando interrumpido en el oleaje
el barco oscuro de las horas se desplome,
los soles mueran,
nuestras cansadas espaldas no sostengan la distancia,
esa curva negra de nombrar lo que está ausente,

de los abisales emerja el vacío,
reinos esculpidos en silencio
y sean creados ritmos nuevos,
otras lenguas estelares.

Pero desde el fondo del desorden,
graves como antiguas procesiones, ellos
se tomarán las manos claroscuras,
se lavarán los cuerpos
y se harán la luz hasta mojarse.

[Ya en la habitación ensombrecida
alguien ha despertado, de repente.]

Adelaida Caballero


Adelaida Caballero

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