MENSAJE
I
El geniecillo riente
que mis tonadas me inspira
oyó complacidamente
la ruda música ardiente
de una canción de mi lira.
Su última nota bebió,
subió a la cumbre del monte
que el canto con él oyó
y en el lejano horizonte
sagaz mirada fijó...
Las alas apresurado
batió en derechura al cielo,
quedó en la altura parado
y, apenas se hubo orientado
tendió hacia el Norte su vuelo.
Cruzó las llanuras anchas
de la desierta Castilla,
manchas de mies amarilla,
grises y estériles manchas
de muerta, mísera arcilla...
Viejas villas y lugares,
ciudades y caseríos,
verdes, pomposos pinares,
apretados encinares,
luengos parajes baldíos...
Y atrás el erial quedaba
y atrás dejando la brava
soledad de pardas sierras,
ya volaba, ya volaba,
por aragonesas tierras.
Y atrás quedaban los blancos,
los cabezos eminentes,
protegidos en sus flancos
por las rápidas pendientes
de abismáticos barrancos.
Y atrás quedaba la vega
con el río que la riega,
con la gente que la cuida,
con las casas en que anida
la rural legión labriega...
Y atrás las viejas ciudades
que despiertan las memorias
de los tiempos de las glorias
y las heroicas edades
que nos pintan las historias...
Y amainando mansamente,
como amaina la corriente
junto al borde de la poza,
plegó el vuelo de repente
sobre la gran Zaragoza.
Y bajando disparado
como blanca culebrina
desprendida del nublado,
con caída repentina
de avión aliquebrado;
como cosa que al bajar
precipita su correr
sin poderlo remediar,
raudo el genio fue a caer
sobre el templo del Pilar.
Traspasó la vidriera
de una artística tronera,
y ante la Virgen, de hinojos
humillados alas y ojos,
exclamó de esta manera:
¡Señora! de la lejana
noble tierra castellana,
donde se os rinden loores,
traigo un mensaje de amores
a tierra zaragozana.
Para ante vos presentarlo
debiera dulcificarlo,
ponerlo en habla divina;
pero es más bello dejarlo
con su rudeza prístina.
Ved de qué modo os venera
y os ama el alma sincera
de un rimador de Castilla,
que en habla ruda y sencilla
lo canta de esta manera:
¡Virgen Santa del Pilar!
Desde este rincón querido
donde he escondido mi hogar
quiero mandarte prendido
mi espíritu en un cantar.
En esa tierra de hermanos
estuve hace pocos meses
bebiendo aromas cristianos
y estrechando honradas manos
de hidalgos aragoneses.
¡Nunca podré bien pagarte
la dicha de visitarte
que quiso darle el destino
a este pobre peregrino
de la piedad y del arte!
A ti el amor me llevó
¡y estuve cerca de Ti!:
mi espíritu te sintió,
pero verte, no te vi,
porque tu luz me cegó.
Ojos que tanta belleza
sorprenden en los arcanos
que incuba Naturaleza,
pequeños son y profanos
para admirar tu grandeza.
Perdona si al visitarte,
ciego, mudo y aturdido,
no supe ni saludarte,
que yo sólo puedo hablarte
desde lejos y escondido.
Escondido en las serenas
tranquilidades amenas
de estas húmedas umbrías
que están de ruidos vacías,
que de amores están llenas.
¡Aquí ya sé yo cantar!
¡Aquí ya puedo sentir
las grandezas del Pilar!
¡Aquí ya acierto a decir
sabrosas cosas de amar!
Si esa ciudad vencedora
no fuera merecedora
de tu regia rica silla,
yo te dijera: «¡Señora!,
¡vente a morar en Castilla!»
Y si este suelo querido
se hubiese al peso rendido
del Pilar abrumador,
¡tendrémoslo suspendido
con el imán del amor!
Yo no soy más que un poeta
que toscamente interpreta
las tonadas del lugar...
Permíteme que prometa
tu gloria no profanar.
Porque el himno de tu gloria,
para la humana memoria
sólo se concibe escrito
por el dedo de la Historia
sobre el espacio infinito.
Pero yo sé hacer cantares
con decires populares
y sentires del amar,
que en estos pobres lugares
saben a pan del hogar.
Y ya que endechas sutiles
no te cantan tus poetas,
oirás coplillas viriles
al son de las panderetas
y al son de los tamboriles.
Y yo haré que de dulzores
te den su rico tesoro
las gaitas de mis pastores,
que saben decir amores
mejor que las arpas de oro.
Los campos registraremos,
y en el valle más tranquilo
sencilla ermita te haremos,
y en ella amoroso asilo
y adoración te daremos.
A pobre mansión te envita
mi cielo, Virgen bendita;
mas tu ruda grey leal
sabe rezarte en la ermita
mejor que en la catedral.
Y allí, en el campo, a tus plantas,
cantan mejor tu grandeza
los hombres con sus gargantas
y Dios con músicas santas
que sabe Naturaleza.
Mi gente no te daría
coronas ni toca de oro
ni mantos de pedrería;
mas ¡cuán henchido tesoro
de amores te rendiría!
Alegrando estos caminos
vieras venir a millares
los rústicos peregrinos
de los lugares vecinos
y los lejanos lugares.
Vieras venir las doncellas
por estas campiñas bellas,
del dulce reposo amigas,
cortando flores y espigas
para adomarte con ellas.
Grupos de mozos forzudos
y de zagales talludos
con danzas te festejaran,
donde sus cuerpos membrudos
bravos vigores mostraran.
Y a lomos de sus asnillas
vinieran las viejecillas
a darte con fe leal
velas de cera amarillas,
roscas de pan candeal...
Si hay en la ofrenda pureza,
¿qué añadirá a su grandeza
la pompa y el esplendor?
¡Qué sublime es la pobreza
cuando festeja el amor!»
II
«Perdona, Reina gloriosa,
si acaso a ofenderte llega
mi invitación amorosa;
y tú, Zaragoza hermosa,
perdona a mi fe, que es ciega.
No ha visto que formular
su amorosa petición
es torpemente olvidar
que una misma cosa son
Zaragoza y el Pilar.
No ha visto que era robarte
la más envidiable gloria
que el cielo quiso donarte.
¡No ha visto que era arrancarte
las entrañas de tu historia!
Sigue, pueblo venturoso,
sigue ostentando el hermoso
diamante de tu presea,
y ese Pilar suntuoso
tu hogar, Zaragoza, sea.
Y sea en mi tierra bendita
cada alma una lucecita,
y cada pecho un altar,
y cada hogar una ermita
de la Virgen del Pilar».
José María Gabriel y Galán