PERCANCES DE UN CONEJO
Viajaba tío conejo cierto día
por una selva umbría,
sin otra luz o cielo u horizonte
que monte y siempre monte.
Caminaba sin rumbo a la ventura
de aquella augusta selva en la espesura,
andaba y más andaba
y la selva jamás se terminaba,
que al fin iba perdido
lejos muy lejos de su caro nido.
Otros dirán en lengua más usada
lejos muy lejos de su cueva amada,
yo digo nido hablando de este bicho,
y porque a mi me gusta, así lo he dicho.
Mas como voy contando
la noche fue llegando
y con la noche un aguacero horrible,
haciéndose imposible
para el pobre conejo
salir de aquella selva con pellejo.
Cada vez más y más se oscurecía
y el pobre cada vez menos veía,
hasta que ya cansado,
quiso buscar un sitio acomodado
donde pasar en noche tan oscura
esa noche de afán y desventura.
Cayendo, tropezando,
tropezando y cayendo iba tentando,
y aunque la cosa peliaguda estaba
ya por aquí, ya por allí brincaba…
Hasta que dio con una gruta hermosa,
muy ancha y espaciosa,
muy cómodo aposento
donde sin más pensar se entró al momento.
Como el tío conejito
no se le daba un pito
por cosa de la vida,
se puso a hacer la cama y la comida,
y si de vez en cuando
algún ligero miedo le iba entrando,
esto pronto pasaba
y del peligro luego se olvidaba…
Comió como un lechón pasado de hambre,
pues llevaba buen fiambre,
y entre miedo y confianza
entre el vago temor y la esperanza,
entre placer y pena,
se puso hacer castillos sobre arena,
y al fin, con el cansancio y la fatiga,
bien llena la barriga,
del aguacero al armonioso ruido,
se fue quedando el roedor dormido.
Y dormía y dormía
y el aguacero sin cesar seguía,
hasta que ¡horror! en horas avanzadas
de la noche se oyeron las pisadas
de alguien que de la selva la espesura
dejando, entraba en cueva tan oscura,
y aquel alguien ¿quién era?
¿Quién era? Era una fiera,
era el bravo sultán de aquellos montes,
rey sin términos, lindes ni horizontes,
un tigre corpulento,
dueño y señor de aquel regio aposento.
El ojo le chispeaba
y por la boca espuma vomitaba;
temblaba el pavimento de la gruta
con la presión de aquella planta bruta…
Al dejar la montaña
para entrar en su cueva la alimaña,
de una manera airosa
sacudió con primor su piel lustrosa.
Despertando al ruido
tío conejo que estaba bien dormido,
quien a pesar de toda su marrulla
en aquel despertar metió tal bulla,
que el venerable tigre oyóla y dijo,
(después que echó mil pestes y maldijo)
con una voz de trueno destemplado:
¿Quién a mi casa entró, quién fue el osado
sin mi consentimiento
que intruso se ha colado a mi aposento?
El conejo temblaba,
diente con diente daba,
pues ya le parecía
que la mano tío tigre le ponía…
Y en efecto, tentando y más tentando
el tigre por la cueva iba buscando,
mientras que conejito
en un rincón estaba quietecito.
La suerte estaba echada;
la situación violenta y apurada;
la cuestión decisiva,
pues miraba la dura alternativa
de sucumbir al fin de una guantada
si se quedaba quieto y no hacía nada,
o de ser alcanzado
si salía de huída y destripado…
Al fin, llamando al Dios de los valientes,
dejando a un lado tal crujir de dientes,
con toda sangre fría,
pensó lo que al llegar el tigre haría;
pero muy quietecito
el pobre conejito,
porque ya, ya llegaba
el tigre y casi, casi le tocaba…
¡Ay! como en esta tierra tan indina
todo lo que comienza al fin termina,
con el ansia voraz de aquel tunante
se terminó la ronda en un instante,
llegando el carnicero por el lado
donde estaba conejo acurrucado,
conejo, que sin pulsos ni resuello,
fue asido por el cuello
con garra igual a una pesada maza,
de la fragua del diablo atroz tenaza,
y preguntando el tigre: ¿Quién ha sido
el infame atrevido
que sin decirme nada
se entró callado a mi real morada?
A esto grita conejo en voz de bajo
lanzándole un ¡barajo!
con tan hueca arrogancia
que resonó en la estancia
diciéndole importuno:
¿Quién es aqueste tuno,
quién es este maldito
que del dedo chiquito
me cogió? ¡Por Luzbel! suelte o le acabo
y Dios lo libre que me ponga bravo.
Lo que es un grito a horas,
Lo que son unas roncas bien sonoras,
¿sabeis lo que hizo el tigre en el momento?
dejó su regia ruta, su aposento,
ligero a paso largo,
y haciendo este cargo:
si esto es un dedo lo que yo he cogido,
¿cuál será el brazo del que está prendido?
¿y el cuerpo de ese brazo?
¡Dios del cielo¡
de pensarlo no más se eriza el pelo.
Señores, resumiendo
en fin de fines, esto va diciendo,
que en los casos más serios y apurados,
del mundo en los reveses,
más que la fuerza, sirve muchas veces
ser sagaces, despiertos, avisados...
Juan José Botero