LA LUNA Y EL POETA
Él era sólo un corazón solitario y ella la Luna
iluminando su vacío; un vacío ya petrificado, viejo y
cansado de los golpes y desazones del destino. Ella era la mujer que
soñaba; blanca, adormitada e infinita; recostada sobre el mar.
La veía llegar al fin del atardecer y la acompañaba cada
noche en su andar, buscando el punto en el que pudieran fundirse,
mientras que ella sólo pasaba dejando detrás de su lisura
el sabor de un desdén.
Él vivía la ironía del poeta, de amar hasta la
muerte a la mujer imposible; y aunque para el mundo era simplemente la
Luna, la amaba con locura. Y en una noche de desconsuelo, sentado
frente a la playa con una botella de vino, la vio detrás del
Océano, permisiva y complaciente. Y un camino dibujado sobre el
mar se tendió entre los dos.
Fue hacia ella con los ojos llenos de luz intentando por fin tenerla
entre sus brazos, paso a paso fue avanzando mar adentro, y con el
rostro iluminado y una sonrisa a flor de labios, desapareció
entre las aguas y se hizo mar.
Sólo entonces ella comprendió que fue amada y que el amor
existe, y lloró en medio de la noche su infortunio. Y él,
convertido en Océano, al ver que aquel llanto era por su
ausencia,
hizo olas en el mar para calmarla, acariciando su reflejo. Y ella
juró volver a verlo y mostrársele como en su más
puro sueño.
Desde entonces, aquel mar que parece embravecido en las noches de luna
llena, no es sino el poeta enamorado acariciando el reflejo de su amada.
César Aching Samatelo