ORNITOLOGÍA
I
El ruiseñor que canta en el poema
una mañana eterna —dice Keats
descansando la pluma en el tintero—
se oirá también ahora, si hay silencio
y el tiempo de la música se expande
en el hueco concéntrico de un sueño.
Los ruiseñores, digo, que Juan Gelman
echó a volar de nuevo en Buenos Aires
una mañana igual, pero con sed inversa
siguen volando y cantan, cantan, cantan...
Ahora bien, cuidado, con el símbolo
de especies que no cantan, ya sabéis:
el buitre que devora el alma de Unamuno,
el cuervo que tortura la conciencia de Poe,
o el albatros que vuela majestuoso en el cielo,
y en tierra es Baudelaire humillado y maldito,
muerto a manos del viejo marinero
que escribió Coleridge en su balada.
Con sus sombras a veces sobrevuelan
la nieve de las hojas que buscan un sentido
a los cisnes salvajes en la Irlanda de Yeats,
al cisne incuestionable de engañoso plumaje
y cuello retorcido que inventó el gran Darío.
Todos los cisnes nadan en la nieve, incluido
el que refiere libre René Char tras la ausencia.
II
Ya vuelven las oscuras golondrinas
que Bécquer liberó de la memoria
(Libro de los gorriones) manuscrita
aquella noche antigua de Toledo.
Ya graznan en la China de Li Po
los cuervos por la tarde dibujados
y regresan las aves de Cracovia
en una primavera que Szymborska anticipa.
Una bandada cubre la nieve del espacio.
Yo, oculto en el envés de las palabras,
distingo cada canto y sus llamadas,
observo el movimiento de sus alas,
la forma de los picos y el color de las plumas,
con qué gracia se posan en las líneas escritas.
Decido un fogonazo, un disparo inocente
al aire que levante una estampida:
y un huracán de negras palomas abandonan
el Nueva York de Lorca, se equivocan,
chapotean las aguas de un poema de Alberti,
cambian de rumbo y buscan otra rama,
otra aurora en el verso de Aleixandre
donde graciosos pájaros se copian fugitivos.
Daniel García Florindo