A ORILLAS DEL MAR
Con la marea baja,
sentado en la rompiente,
escribo este poema.
Ni la mar ni mi esposa
han nacido para las convenciones,
no heredaron tamaña servidumbre.
Las dos son una misma llegando y sonriendo,
tienen un viejo aire de familia,
esa fisonomía de rumores
del que se acuna un alma de vaivenes.
No son esa llanura
que se puede cruzar a cualquier hora,
que admite sin protesta
el yugo arado.
Las dos son un camino desde la soledad.
Lo he aprendido esta tarde,
cuando aquella bañista
cortaba con brazadas de combate
el mirafondos de la luna llena.
Escarbaba las olas,
se batía con ansia,
destruía las curvas de la mar.
Mi compañera, no. Le daba al agua
su presencia interior,
la desnuda templanza del que arena se sabe,
del que ha peregrinado formas, cumbres y espigas
desde el inmenso mundo de una lágrima.
¿Pero a qué habrá venido
esta hormiga a la playa,
ahora que sube la marea
y no podrá ganar la seca orilla
antes de que la envuelvan las espumas?
¿Habrá intuido que fue un rumor también,
una larvada brizna de silencio,
y que cansada de bregar a ciegas
vuelve a buscar, al cabo de los siglos,
la sumergida oscuridad materna,
ese cerrado vientre que nos tiende sus olas
hacia el día que sueña nuestra noche?
Pedro García Cabrera