A LA VERA DEL BOSQUE
(Bajo los árboles,
en el monte de Las Mercedes)
A María Peraza de Ayala y Ascanio,
en el solariego afecto de sus padres
Me hallaba en la colina,
bajo los brezos y las hayas,
oyendo la resaca del viento.
Tan aprisa cruzaba,
tan a las suyas iba,
que no podía recoger la ternura del tomillo silvestre
ni tolerar que la insignia de un ave
distrajese la soledad del cielo.
Pasaba a toda voz, espoleando su carrera.
Yo quería escribir algunas notas,
pero se me tensaban los instantes
y la furia del ramaje
me sumía en un árbol más,
en un insecto al que sobraban todas las palabras,
en un hombre al que estorbaban
todos los pensamientos.
Estar así, en tierra,
oyendo los arranques del aire,
es olvidar la sed de los caminos
que nos conducen a ninguna parte.
Se siente uno entonces con ganas de árbol
y le sorprende que una hormiga
pueda seguir bullendo entre rastrojos
sin esconderse en su agujero ni ocultarse
del mundo silbador.
Aquí no son posibles las palabras;
si alguien desea hablar ha de cubrirse
con el traje de musgo de los troncos,
agacharse, ponerse a ras de hierba,
al nivel de la hormiga. Más alto, las palabras
se convierten en hojas, en vuelo nada más,
rompiéndose sus pompas de jabón
antes de que puedan expresar lo que quieren.
Cerca estaba mi compañera,
otros excursionistas,
relojes y collares
tintineando dejos de ironía.
El viento seguía pasando
con su vuelo invertido de avión,
nos arrancaba el pañuelo
y sacaba los ojos a puñetazos,
nos obligaba a mantenernos en nuestras raíces,
en un fluido ámbito de nadie.
Unas rachas venían más crecidas,
más de la inmensidad.
Otras se habían marchitado
sin reventar en iras.
Solamente los troncos
tenían serenidad y fortaleza
para los vendavales.
No vibraban, se hundían bajo tierra,
muy abajo, casi con alma de roca sumergida,
verde la hombría de .su sombra.
Igual que bajo el viento en la montaña
así vamos ahora, en lucha guerrillera,
caminando por ráfagas,
gritando a bocajarro,
como si ya hubiéramos extraviado el saludo
y sólo nos quedara
el enseñar los puños y los dientes.
Y me dolía mucho de que el viento,
para seguir en libertad,
hubiera abandonado su inocencia
de dialogar con trigos y amapolas.
Pedro García Cabrera